Y
allí estaba, en la estación.
Se
llamaba Ángel,
creo
que no puede llamarse de otra manera
y
si así fuera, seguiría siendo Ángel.
Ángel
me encontró,
o
es posible,que yo le encontrara a el
junto
al granizo deslumbrante de la mañana.
Pedía
monedas, o mejor dicho: Esperanza.
Y
yo se la ofrecí junto con un cigarillo.
En
su mirada tostada de azul,
volví
a ver el océano,
volví
a ver mi infancia,
aquella,
que casi olvidada
me
abrazó alegre y nostálgica.
Sus
ojos eran mi cuna, mi casa,
y
es triste, porque al igual que el humo
el
recuerdo permanece, pero se esfuma,
como
aquel beso adolescente,
o
aquel poema que te roba la luna.
Pero
Ángel no parpadeo,
sus
ojos saben llevarme a casa
aunque
él, no lo sepa.
Su
boca estaba asfixiada de ceniza,
parecía
buscar algo de perdón
en
personas anónimas que se cruzaban.
Ángel
no habla, Ángel recita el esqueleto
de
una lágrima que no sabe nacer.
Mientras
recita, un gorrión vuela,
una
gota de lluvia limpia la carretera,
las
nubes transparentan una pequeña luz,
y
yo, sin saber muy bien por qué
comienzo
a crecer acompañado
de
su arrugada y tenue voz.
Ángel
viste el ropaje del Otoño,
en
su abrigo cabe el cielo y la noche
con
él, recoge las huellas de los años
y
los forja en ojeras de color marfil.
Su
ropa es vieja, hace viajes de cartón.
Su
atuendo refleja la melancolía,
la
suya y la mía, en ella vi
la
pobre sonrisa de la pobreza,
aquella
que, cansada ya, intentó
reforestar
los campos de España.
No,
Ángel no lleva corbata, pero
viste
el uniforme del rocío.
Y
allí estaba, en la estación,
Ángel
busca el paisaje.
Intenta
abrazar las colinas
y
nutrir de espuma el horizonte.
Ángel
sonríe y recita con acordes de amapola.
Es
triste, vive en el infinito escarlata,
en
la fuente donde beben los poetas,
en
las legañas de la oscura noche,
en
tu vaso de vino y en el mío,
y,
sobretodo vive en la jaula de la libertad.
Estaba
en la estación,
si
algún día lo encuentras
párate
y en el silencio
escucha
su poesía,
está
escrita con la pluma de las farolas.
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